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A raíz del atentado en contra de los dibujantes de la revista Charlie Hebdo, más allá de la denuncia unánime o casi unánime de los asesinatos, se han alzado voces que han lamentado que los dibujantes de aquella publicación hubieran dado argumentos, por así decirlo, a los fundamentalistas. La idea sería que el tono de la publicación era demasiado iconoclasta, descortés, islamófobo, xenófobo, que no respetaba lo suficiente las creencias de cada individuo. Nadie justificaba los asesinatos, claro está, pero el argumento parece incluso razonable: una intolerancia pueda llevar a otra intolerancia. Como si se tratase de una aplicación del famoso "efecto mariposa" de la teoría del caos: una muestra de intolerancia aparentemente indolora (dibujar a Mahoma; o a Dios penetrado por el ano) puede producir, a la larga, unas muestras de intolerancia de extrema gravedad, como las que se vivieron en París hace unos días.
Quisiera disentir de la hipótesis o de la preocupación de despertar al monstruo... O señalar que el monstruo de la intolerancia, del fanatismo, de la religiosidad cruel sólo tiene una cara real, la de los muertos que provoca y que ha provocado a lo largo de la historia. Como decía el amigo Oscar Guayabero, que se sepa, el agnosticismo y el ateísmo no han generado muertos; las religiones, sí. Ese es el monstruo real; los dibujantes de Charlie Hebdo nunca mataron a nadie. Se puede congeniar o no con los límites de su humor, del imaginario que desplegaban en sus páginas, se puede aducir que muchos de los que veían aquellas imágenes se soliviantaban... pero ellos solamente utilizaban un lápiz. Y si el arte no puede molestar a nadie mejor que desaparezca.
Algunos amigos o colegas han rechazado ostensiblemente el "Je suis Charlie" que corrió tras el asesinato; ellos han querido señalar que no son Charlie. Me parece légitimo, no sé si oportuno. Yo sí quiero ser Charlie porque tengo muy clara la diferencia entre la realidad y la representación, entre las pistolas y los pinceles. Y mientras que para los lápices, las plumas y teclados, las máquinas de filmar o los pinceles pido libertad, para las pistolas exijo su supresión inmediata, sobretodo si son para defender alguna creencia religiosa, sea la que sea.
Sí, ya sé que la libertad del arte implica tensiones, problemas éticos... pero censurar, limitar esa libertad genera problemas mayores, empezando por saber quien estipula esos límites. Yo soy Charlie, como he sido El Papus, o (afortunadamente, sin muertos) El Jueves, aunque las identidades de esas publicaciones son de raíces muy distintas.
La realidad y su representación; el arte y su referente, es decir, la verdad. Don Delillo se refirió a ello en un fragmento extraordinario de su no menos extraordinaria novela Body art:
"La Hartke es una artista de body art que intenta deshacerse del cuerpo..., del suyo, al menos. Está el hombre que se pone de pie en una galería de arte y deja que uno de sus colegas le dispare balas al brazo. Eso es arte. Está el hombre esplendorosamente tatuado que se ha enfundado una corona de espinas. Eso es arte. La obra de Hartke no es ni automutilante ni autodestructiva. Está actuando, siempre ocupada en convertirse en otra persona o en explorar quién sabe qué raíces de identidad. Está la mujer que pinta cuadros con la vagina. Eso es arte. Están el hombre y la mujer desnudos que se embisten repetidamente y cada vez con más fuerza. Eso es arte, sexo y agresión. Está el hombre ataviado con ropa interior femenina ensangrentada que finge el coito con una montaña de carne picada. Eso es arte, sexo, agresión, crítica cultural y verdad. Está el hombre que se clava clavos en el pene. Eso es simplemente verdad."
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