Blanca Muñoz expone en Barcelona, en la Galería Marlborough, hasta mediados de noviembre. Me pidieron el texto para el catálogo de la exposición, un texto que disfruté mucho escribiendo. Lo comparto aquí.
Entiendo
el arte como una interrogación; la obra que es capaz de establecer un debate o
—por qué no?— una discusión con el observador. Esa es la manera más directa de generar
conocimiento. En el museo enciclopedista esa posibilidad queda parcialmente
cercenada; allí, las obras son desposeídas de su probable carga perturbadora,
se nos pide que acudamos a los grandes centros museísticos para “reconocer” las
obras del pasado, para acomodarnos, no para poder debatir con ellas, no para “conocer”
de primera mano, por nuestra propia voluntad y criterio personal su potencial
capacidad de interrogarnos. En el arte de nuestro tiempo ese poder de
cuestionamiento es inmanente; aquellos que se lamentan de la incomprensión del
arte contemporáneo no tienen en cuenta que muchas de aquella obras que hoy
admiran embelesados en los museos generaron en su momento diálogos, debates e
incluso rechazos de gran calibre.
Frente
al concepto y al uso del arte como algo siempre complaciente creo que la obra puede
o debe plantearse como un conflicto. Huir de lo acomodaticio y suponer que el
trabajo de un artista parte de una serie de problemas que quiere compartir con
nosotros, que sus obras y sus acciones son preguntas que requieren de nosotros
un esfuerzo. Picasso lo dijo de forma algo brutal: “No, la pintura no está hecha para decorar
las casas. Es un instrumento de guerra ofensiva y defensiva contra el enemigo.”
No quiero llegar a tanto, o no me atrevo, pero entre entender el arte como
guerra y entenderlo como simple decoración hay un trecho en el que tanto el
artista como la obra como, aún más, el receptor adquieren un papel dinámico,
nada pasivo.
La obra
de arte como un conflicto, pues, que puede desplegarse de muchas maneras (el arte
como hecho político, el arte conceptual, la mediación...), pero que antes que
otra cosa se manifiesta en su estricta formalidad; el conflicto de las formas,
eso tan simple y tan complejo al mismo tiempo. El arte como visualidad que se
construye mediante perfiles, líneas, volúmenes, materias, colores y tantos
otros elementos que, combinados entre sí, deben preguntar a nuestra
sensibilidad y a nuestro intelecto. La comodidad puede llegar, pero siempre
será después de un proceso de preguntas y respuestas.
Al escribir
sobre la obra de Blanca Muñoz, en la hora de su primera exposición individual
en Barcelona (una anomalía de esas que se producen demasiado a menudo en
nuestra ciudad), quisiera adentrarme en esta idea del conflicto o de los
conflictos que su trabajo plantea. O que a mí me lo parece. Claro que podría
referirme a conceptos como la belleza de sus formas, pero sólo lo haría si
pudiéramos desprendernos de esa tradición que, una vez más, otorga a la belleza
un cierto aire de comodidad, de agrado un tanto simplista, no sé si llegar a
calificarla como de pereza por parte de muchos de los que hablan de ella. Para
mí la escultura de Blanca Muñoz es indudablemente bella si se me concede que
esa belleza produce en el espectador inquietud, su obra me interroga, me
interpela y demanda que, en mi contemplación, pase a ser un receptor activo,
lejos del embelesamiento o de la complacencia. En las obras de Blanca Muñoz nos
enfrentamos a algo prodigioso: sabemos que allí está ocurriendo alguna cosa.
Pero —y de ahí proviene el prodigio— no siempre podemos saber qué es lo que
ocurre. A partir de aquí, ya todo depende de nosotros.
Las
formas y cómo relacionarse con ellas
Detengámonos
en una primera observación: las esculturas de Blanca Muñoz no remiten a un
mundo figurativo claro. No quiero decir que sus piezas sean abstractas o no, no
me detendré en ese asunto, de poco recorrido teórico. Me refiero a que las
figuras que culmina con su trabajo permiten o exigen al espectador que se
enfrente a ellas con su propia intervención, con su propia curiosidad sensorial
e intelectiva. Dicen unos versos de Antonin Artaud que “Dans la sensation. / On
prend ce qui vient./ Dans le sentiment./ On intervient.” Las construcciones con
varillas de acero inoxidable de Blanca Muñoz no tienen un referente evidente:
¿son formas geométricas? ¿son formas orgánicas? ¿son simplemente —pero nada
menos que— formas?... Cada uno de sus espectadores deberá dar respuesta a esas
y otras muchas preguntas. En primer lugar desde el reino de las sensaciones;
más adelante, como señalaba Artaud, interviniendo desde otros territorios más
complejos, los de la sensibilidad y de la inteligencia.
Las
varillas de acero inoxidable son la materia principal sobre la que se construye
este mundo escultórico tan singular; me contaba Blanca Muñoz que en el momento
inicial de su trabajo, cuando empieza a doblegar las barras de acero metalizado,
no tiene un plan preconcebido, un diseño previo de lo que quiere conseguir. El
azar o un cierto grado de azar, por tanto, se encuentra en la etapa virginal de
sus creaciones escultóricas. Pero no me parece que esa condición sea
fundamental, en todo caso añade a sus obras más misterio, de inmediato vuelvo a
ello. Lo formularía de un modo acaso algo pretencioso: la tensión de aquellos bastones
en el aire, la tensión de la fusión de unos con otros, de los nudos que se
crean, la tensión de las planchas de color que intentan acomodarse a los
espacios previamente creados... todos esos nervios en tirantez se proclaman
como una tensión para nuestra comprensión.
Las
varillas de acero inoxidable son, al mismo tiempo, la materia sobre la que se
asienta la construcción de las formas y el punto de inflexión a partir del que
sus esculturas se enredan, se enzarzan en una problemática de enjundia. En
primer lugar, encontramos piezas como “Torrencial” o “Enlazada”, en las que las
forma viene dada por dos registros, al menos dos, no necesariamente
coincidentes: por una parte, el dibujo que esas varillas crean en el espacio;
por otra, no aislada de la primera, su disposición en el propio espacio.
Intento explicarme: algunas de las piezas de la escultora pueden situarse sujetas
en la pared, ancladas casi enigmáticamente en unos pocos puntos en los que las
varillas se clavan sigilosamente en el muro, o encima de un soporte, como una
escultura exenta; las formas son las mismas, pero su distinta colocación en el
espacio produce tensiones e inquietudes dispares. La complejidad aumenta cuando
en las esculturas se agregan las planchas de acero inoxidable en los intersticios
o espacios que crean las varillas. Las planchas añaden o pueden añadir color a
las composiciones, como en “Azorada” o “Bujía”. O como en la espectacular “Candombe”.
El
espectador puede relacionarse con sus obras desde múltiples aspectos, como
formas construidas o como formas constructoras; en su aspecto más escueto o en
la versión más compleja que todas sus piezas permiten o exigen. Es el misterio
o la inquietud de ese imaginario formal que ha creado Blanca Muñoz, sobre el
que inciden tantos y tantos aspectos. Ya me he referido a la posición de la
pieza en el espacio. No menos importante es el papel de la luz en la
observación de su trabajo escultórico. El acero inoxidable capta la luz, la
absorbe y la refleja. La artista ha subrayado en alguna ocasión la potencia
especular del material y, por inclusión, de sus esculturas. La disposición en
el espacio junto con esa cuestión lumínica (y, por tanto, cromática) dota a sus
piezas de una sensación de movilidad sin ser esculturas móviles propiamente dichas.
Eso ocurre a mí modo de ver en una pieza como “Atrapada”, en la que todas las
formas parecen estar en suspensión, como los móviles de Calder antes de que una
brisa los pongan en movimiento.
Todas
esas condiciones aleatorias o provisoriamente aleatorias son las que yo llamo
conflictivas, afortunadamente conflictivas. En definitiva, el anclaje de las
varillas, el anclaje de las planchas en las varillas, el anclaje de la obra en
el espacio, el anclaje del espectador en
la contemplación de las obras... todo remite a un conjunto de elementos que
pueden entenderse como arte en su sentido más genuino, aquel que para llegar a
la belleza de la que hablaban los clásicos requiere de un grito de atención por
parte de la obra.
La
expansión de las formas, la expansión del conflicto
He
señalado la intervención estocástica en el inicio del trabajo de la artista, en
un grado o en otro. Pero es evidente que Blanca Muñoz no participa del arte del
azar en términos absolutos, no lo deja todo al albur de la improvisación; muy
al contrario, más allá o más acá de su manera de empezar, su creación es fruto
de un proceso de estudio entre varias variables, las formas, su situación en el
espacio, la posibilidad de su desarrollo... La aparente sencillez de algunas de
sus composiciones forman parte de aquello que decía aproximadamente el escultor
Constantin Brancusi: la simplicidad en arte es una complejidad ya resuelta. En
efecto, las formas de la artista madrileña acaban por ser un resultado final,
una complejidad solventada que se muestra a la interacción de los destinatarios
que quieran aceptar el reto intrínseco que suponen. Como ocurre y ha ocurrido
siempre con el gran arte: el desafío antes que la veneración sacralizadora.
Este
proceso de trabajo, esa resolución de complejidades la advertimos en algo
que me parece digno de subrayarse en la
trayectoria de Blanca Muñoz: su paso de unos formatos a otros, de unos tamaños
a unos distintos; una vez más, el anclaje de su obra entre diversas técnicas y
lenguajes. Escrito de otro modo: en la obra de la escultora encontramos formas
similares en técnicas y lenguajes dispares. Una coherencia que se expande. Lo
vemos en el paso del gofrado en sus grabados, esos relieves o marcas que dotan
al papel de —una sensación de— volumen, a la escultura de tamaños digamos
sostenibles a escala humana; en el paso de esas esculturas, de las formas de
esas esculturas, a la cerámica, lo comprobamos en las series “Aurea” y
“Albina”, por ejemplo, esa voluntad de expandir su juego con las varillas de
acero hacia el lenguaje de la cerámica, a menudo tan poco apreciado en los
círculos “nobles” del arte; en el paso hacia la joyería, donde sus formas deben
reequilibrarse para un uso distinto para el que las había gestado, la labor de miniaturista
de la antigua orfebrería, aunque me pregunto si no todo es miniaturista en el
trabajo de Blanca Muñoz...
Hay
algo en su obra que me fascina: su perpetua exploración de terrenos creativos
nuevos, la persistente adaptación de sus formas de unos lenguajes y de unos
materiales a otros (del grabado a la escultura, de ésta a la cerámica, al
mármol o a la joyería); quiero enfatizar lo de adaptación en su sentido
mayestático: en la obra de Blanca Muñoz no hay un traslado mecánico de unos
territorios a otros sino que se produce un proceso, una seriación, una voluntad
de hacer participar a toda su creación en ese imaginario al que me he referido
antes. En las bases de cerámica se incrustan las varillas de un modo que nos
recuerda a cómo se incrustan en el papel en algunos de sus grabados, o en el
mármol, pero no es exactamente lo mismo. Hay un diálogo y una puesta a punto entre
sus formas y los materiales o los lenguajes en los que trabaja.
En ese
proceso hay que destacar también la percepción de los tamaños. El paso de unos
tamaños sostenibles (la escultura trabajada manualmente por la artista en su
taller; su adaptación a la joyería o los elementos cerámicos) a unos tamaños,
los de la escultura pública, en los que el receptor de su obra se enfrenta a un
reto apasionante. Allí, los volúmenes, los vacíos, los colores, al fin, las
formas se convierten en la esencia de la interrogación, del conflicto o de los
conflictos en los que la obra de Blanca Muñoz nos subsume. Esos conflictos que,
según Brancusi, son problemas resueltos en escalas más pequeñas, son lo que
permite que el espectador se enfrente a las piezas gigantes, por denominarlas
de un modo demasiado ampuloso.
A
propósito de todo ello, acabaré con una anécdota personal. Tuve la suerte de
que Blanca Muñoz me mostrara su última escultura monumental, “Talismán II”,
ubicada en el patio ajardinado de la Fundación Juan March de Madrid. Allí pude verificar,
como resumen, el maravilloso conflicto que suscita en mí su obra: en primer
lugar, la ampliación de esas formas suyas como reto para el observador, ¿cómo
anclar la mirada en aquellas formas; en la creación de volúmenes, de espacios
que suscitan; en los vendavales de colores que las planchas de acero inoxidable
perforadas multiplican...? En “Talismán II” puede comprobarse la lucha o el
debate de la artista con el material mismo: aquella tarde, la luz apagada del
ocaso madrileño engañaba mis sentidos, dónde yo veía un color a lo lejos por la
refracción de la luz, percibía otro color al acercarme; cuando creía entender
una lógica de espacios y vacíos gestados en la coalición de varillas y
planchas, otro punto de vista desmentía toda posible hipótesis...
Puro
misterio, excitante inquietud; cuando nos enfrentamos a una obra sólida como la
de Blanca Muñoz el único posible resultado para nosotros es saborear el
conflicto de las formas; más aún, adentrarse en las múltiples formas del
conflicto de la creación.
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