He oído decir a David G. Torres que eso que llamamos arte
contemporáneo se conduce como un fenómeno o un lugar que atrae a todos aquellos
creadores que se salen de lo oficial en sus respectivos marcos de actuación. No
sé si la idea es suya, hoy en día es absurdo incluso plantear ese despropósito,
todas las ideas acaban siendo de todas y de todos, y los que no tienen ideas
llegan a presidente del gobierno español. En cualquier caso, el supuesto es
interesante. Los cineastas que utilizan el lenguaje cinematográfico para algo
que vaya más allá de lo comercial y la taquilla como obsesión acaban en el
museo. La gente del mundo de la danza que no se limitan a lucir la técnica por
la técnica o ciertos músicos que se alejan de la sala de conciertos como ritual
intocable acaban en los centros de arte contemporáneo…
El asunto viene a cuento porque es el propio David G. Torres quien, a
la hora de escribir lo que podríamos llamar una novela, “Cielo”, se salta los moldes de lo que
entendemos por novela. ¿Acaso no es eso ser coherente con la hipótesis que él
defiende en su labor como comisario y pensador del arte contemporáneo? Lo cual
me lleva a plantear un supuesto añadido: ¿no será esa una característica de los
que escribimos desde el mundo del arte? Me explico: hace unos meses, en unescrito urgente sobre la (trans)novela de Valentín Roma, “El enfermero deLenín”, ya me refería a esa presunción o presunciones según las cuáles, por una
parte, el dedicarte al arte contemporáneo te libera de forma natural de los marcos
rígidos de las formas y de los dispositivos; y, por otra, la escritura es la
manera más necesaria para acercarse a la visualidad contemporánea. Tal vez, el
orden sea inverso, o concomitante.
La escritura como punto imprescindible para acercarse y interpretar o
reinterpretar constantemente la mudez de la visualidad, como señala Derrida. Y,
en el caso del arte contemporáneo, hacerlo sin coerciones. Como lo hace David
en “Cielo”, o Valentín en su texto leninístico,
o Martí Manen en sus libros. Me permito aquí, sin atisbo alguno de
modestia (ya me perdonaréis), incluirme en ese supuesto, aunque mis incursiones
en la escritura no tengan la excelencia de mis colegas (un poco de modestia,
para compensar). Cuando en 2010 publiqué el libro de poemas o parapoemas
“Pensacions”, recibí un mensaje del admirado y añorado Carles Hac Mor en el que
decía: “En fi, l'enhorabona per l'elaboració del nou gènere o no-gènere o
antigènere, que espero que no s'aturarà en aquest llibre.” Enfrentarse a
escribir sobre la visualidad es todo un reto (eso ya lo dice Diderot en algunas
páginas brillantes de su obra), más todavía sobre la visualidad contemporánea.
Y hacerlo bajo la(s) norma(s) rígida(s) del mundo editorial es casi un
oxímoron, tal vez sea por eso que muchos de estos escritores del arte que
buscan ir más allá acaben en editoriales que tienen mucho de alternativas.
Si “Cielo” tiene una característica que le aúna con otros ejemplos,
los citados y otros, es que resulta casi imposible atajarlo bajo la típica
sinopsis de una novela con personajes a los que, según la narrativa más al uso,
les ocurren cosas que deben solucionar y esa solución lleva al lector al final
del texto. En la novela de David yo diría que lo importante no es la solución,
porque no la hay ni debe haberla, sino el planteamiento del problema o, ni
siquiera de un problema, de una situación. ¿Qué situación? Me atrevo a afirmar
que todo va sobre preguntas o, al menos, a mí la lectura de su libro me ha
generado preguntas: ¿por qué Andy Warhol, ese ser generalmente venerado en
nuestro presente, generó respuestas tan airadas en su tiempo? Tan airadas como
la de Valerie Solanas, que intentó matarlo, o la de Sindria Segura, que le
quitó su peluca, ambas acciones noveladas (o no) por el autor. ¿Por qué
idealizamos aquellos años del Nueva York gamberro, las drogas, el sexo, desde
el puritanismo de nuestra sociedad? Pero, sobre todo, ¿cómo fue aquello, en
realidad?
La realidad, esa es la cuestión. Si leemos los diarios de Warhol, todo
parece ausente de emoción; si leemos las biografías de algunos de aquellos
personajes, las leyendas de la Factory, da la sensación de que aquella gente
vivía en un constante peligro emocional y físico. Sólo el conocimiento directo,
un túnel del tiempo, podría aportarnos información. Eso, o leer “Cielo”, ese
mecanismo envolvente en el que nos somete David G. Torres con su literatura de
ir y venir, huyendo de eso que él mismo señala: “un relato contado muchas veces
y que a fuerza de repetición se convierte en máquina de realidad.” A lo largo de
sus páginas, con Warhol (y de alguna manera Basquiat) como punto de retorno,
van apareciendo escenas y lugares (de NY a BCN) de forma aparentemente
inconexa. Pero sólo es la inconexión que no procede de esa narrativa causal, en
la que un hecho es consecuencia del anterior y éste es causa del siguiente. En
cambio, en la vida sabemos que eso no ocurre así: sólo hay una causa, el
nacimiento; y una consecuencia, la muerte. Pero entre medio las cosas pasan,
como seguramente en el Nueva York o en la Barcelona de “Cielo” de maneras
absolutamente irresponsables (según lo normativo narratológico, quiero decir).
Hay una cosa no menos importante de “Cielo” y de esa conexión con lo
contemporáneo como cajón que admite todo lo que quiere moverse por la tangente
de lo normativo. Esas preguntas que suscita o puede suscitar el libro, ese
entrelazado no causal, ya estaban presentes en la performance que se desarrolló
en ADN Platform hace un tiempo. Un motivo más para ver que los moldes de la
escritura no existen, no pueden ser moldes, y si lo son, se convierten en
literatura al uso, puede que buena, pero aquí hablamos de otra cosa.
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