(Este texto se publicó en su versión original en catalán en la revista Quadern de les Idees, les Arts i les Lletres, núm. 189, febrer i març del 2013: http://issuu.com/revista_quadern/docs/quadern_189_issu)

En los años sesenta y setenta el cine era entendido como un
arma ideológica por parte de muchos creadores y de muchos espectadores. La cosa
venía de lejos. En los inicios de la revolución soviética, los dirigentes políticos
trabajan con la idea de que “el cine es el mejor instrumento de propaganda”,
una concepción del medio que encontramos explícita o implícitamente en Lenin,
en Trotsky, en Lunatxarski. Más tarde, Joseph Goebbels, el Ministro de Propaganda
de Hitler, insistió en esta idea aunque, en su caso, más que utilizar las
películas para enardecer a la población en favor de algún tipo de revuelta, las
quería hacer servir como entretenimiento para hacer olvidar a la población
alemana las penurias de la guerra. Más allá del uso de medios cinematográficos
por parte del poder (también lo hizo la dictadura franquista, es evidente; y
los gobiernos democráticos hacen suyas las televisiones, democráticamente,
también es evidente), después de la Segunda Guerra Mundial sedimentó la idea
que, por medio del cine, podían alterarse las consciencias, denunciar las
injusticias del sistema capitalista.
Mi generación creció con este supuesto. Uno podía ir al cine
para entretenerse, está claro. Pero también podía ir para relacionarse con la
pantalla de otras maneras: en un orden intelectual o reflexivo (Bergman, me
parece, sería su máxima expresión, pero también Antonioni, Resnais y unos
cuantos otros); o, en una línea de compromiso político o social. En esta última
posibilidad, uno acudía a la salas de exhibición para conocer historias que
tenían un componente de denuncia, de presentación de episodios de la historia
que los vencedores siempre habían mostrado con engaños o equívocos. Sin poder
ser exhaustivo, recuerdo el impacto emocional (de emoción política) de
películas como La batalla de Argel
(1965), de Gillo Pontecorvo; Sacco y
Vanzetti (1971), de Giuliano Montaldo; La
sal de la tierra (1954), de Herbert J. Biberman; Estado de sitio (1972), de Costa-Gavras; Salò o le 120 giornate
di Sodoma (1975), de Pasolini;
o, en nuestro entorno, Sexperiencias
(1968), del añorado José Maria Nunes, o algunas de Carlos Saura; y, entre otras
cuantas, algunas de Godard, evidentemente. De Godard no descubriré nada si digo
que uno de los prototipos de cine político o, al menos, de una manera de
concebir el cine como instrumento ideológico es La chinoise (1967), un film que se convierte en una plataforma de
debate ideológico en el que los personajes y los signos que vemos y oímos
forman parte de un paisaje de discusión más global en la Francia de los sesenta
sobre el pensamiento marxista.

La conjura de la despolitización
Con el paso del tiempo el compromiso político del cine se ha
diluido. Claro que hay muchas —o unas cuantas—películas que pueden inscribirse
en esa concepción comprometida, pero la tendencia ha ido a menos, tanto desde
la perspectiva de la producción como de la recepción. ¿Por qué? Las razones son
probablemente múltiples. Y se retroalimentas entre ellas. El público de hoy
está más adormecido que en las décadas anteriores. Esto, en Cataluña y en
España, es una evidencia. El sistema democrático, derechas e izquierdas, desmovilizó
a todos aquellos que, durante la dictadura, habían luchado por un régimen
democrático de verdad, sin una monarquía heredada del Dictador, sin desigualdades
sociales tan extremas como las que vivimos, sin corrupción. Se hizo buena la
creencia que la democracia quedaba reducida a que la gente votase una vez cada
cuatro años, no era necesario preguntar nada más, y, en estos intersticios de
cuatro años, los partidos políticos hacían lo que más les convenía (lo que les
convenía a ellos, no a los ciudadanos que los habían votado).
Y, ¿qué papel podía tener el cine en esa estrategia? El
entretenimiento. Un entretenimiento que, en realidad, ya había ido llegando
desde mucho tiempo atrás por parte de la industria norteamericana, cada vez más
adicta al gran súper producto de consumo insulso, repetitivo e insalubre
mentalmente. Lejos quedaban producciones que, aun viniendo de la industria USA,
a pesar de apostar por el entretenimiento, lo hacían desde presupuestos de denuncia,
como El síndrome de China (1979), de
James Bridges, o incluso Reds (1981),
de Warren Beatty. O, como lo escribí en aquellos tiempos, desde presupuestos
marxistas o, si eso es demasiado, dialécticos, como La puerta del cielo (1980), de Michael Cimino, o La rebelión de los simios (1972), de
Jack L. Thompson, una de las secuelas del Planeta
de los simios original en la que los métodos de la insurrección de los
simios frente al dominio humano están tomados de la ortodoxia revolucionaria
marxista y leninista.
En este sentido, desde los años setenta la historia del cine
es el relato de una pérdida, de una serie de pérdidas. Toda generalización es
un fraude, lo sé, pero las estadísticas sobre audiencias (en salas de
exhibición o en pantallas domésticas) nos indican que, hoy, el público mayoritario
no busca otra especie de relación con la pantalla que vaya más allá del entretenimiento.
Si Bergman hoy hiciese cine, estaría en el paro; si Godard o Pasolini siguiesen
haciendo cine político, también estarían en el paro… o en prisión. (Ya me
perdonará, el lector, las supuestas exageraciones, espero que no lleguen al
punto de las astracanadas, hay temas que no pueden tomarse, en mi modesto
parecer, desde la óptica de la “presunta” objetividad y las frases dóciles.)
¿Queda alguna posibilidad de vehicular la revuelta (las
revueltas) a través de los medios audiovisuales? Me temo que la cosa es difícil
en los sistemas parlamentarios del mundo occidental, tan reglados, en los que
la disidencia es rápidamente absorbida en la presunta munificencia democrática
o es brutalmente reprimida. El sistema capitalista es un viejo demonio y los
políticos de todos los colores que le hacen de corifeos ayudan, en un grado o
en otro, al adormecimiento generalizado. Entonces, ¿cualquier registro de
revuelta es imposible en el mundo audiovisual de hoy? No tengo una respuesta
contundente, pero hay hechos que dan que pensar. Por ejemplo: los cineastas
militantes de los años setenta utilizaban imágenes captadas clandestinamente de
la represión policial que se ejercía en las manifestaciones que se producían
durante la dictadura y, más tarde, durante la llamada transición (sic). Las
películas que realizaban aquellos cineastas eran clandestinas, las pasábamos en
cineclubs y en centros culturales de escondidas, anunciando una película
comercial para ocultar la verdadera proyección. Todos los que veíamos aquellas
películas, cuando contemplábamos a los individuos uniformados (los grises)
golpeando salvajemente a otros individuos para castigar unas ideas
democráticas, sabíamos que estábamos ante la representación —o la presentación—
de una injusticia. Ahora, las imágenes de la represión policial son emitidas
por televisión en horas de máxima audiencia, en los informativos, y buena parte
del público lo ve como un segmento más del flujo televisivo, ni más ni menos.
Claro que hay espectadores que se indignan cuando ven a un policía nacional o a
un “mosso d’esquadra” aporrear jóvenes, adultos y ancianos en manifestaciones
en las que la única cosa que se hace es protestar contra las injusticias y las
aberraciones del poder político actual. También debe haber espectadores que
congenian con la represión, allá ellos con su actitud frente a la barbarie.
Pero lo más grave de todo es que hay un altísimo grado de público que ve esas
imágenes con indiferencia.
La complicidad del espectador
No puedo perder de vista lo que caracteriza mi profesión: el
diálogo, el combate de las ideas. Lo escribo así porque no se me escapa que
todo en este planteamiento que estoy dibujando se respira un cierto hedor a
regresión, esto es, a sugerir que sería verdad aquello que escribió Jorge
Manrique en sus “Coplas a la muerte de su padre”: “cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado fue mejor.” No quisiera caer en ese tópico. No reniego
en absoluto de la época que nos ha tocado vivir y, si bien mantengo que la
historia del cine de los últimos años es el relato de una pérdida o, al menos,
de una transmisión de valores hacia otros lugares, también es cierto que la
lectura del cine político de mi juventud parte de unos ciertos componentes
idealistas. O de unas lecturas demasiado ancladas en la memoria personal.
Para contrarrestar esta memoria personal, el filósofo
francés Jacques Rancière nos ha hecho ver que las relaciones entre arte y
política no son mecánicas, que dependen de la posición de quien mira la imagen
politizada. Rancière lo explica muy bien cuando parte de una imagen de la serie
“Bringing the War Home”, de la artista Martha Rosler, en la que se ve un
apartamento luminoso y, en medio, un vietnamita llevando a un niño muerto. Y el
filósofo se pregunta: ¿esto es arte político?, ¿tiene algún efecto en quien
contempla esta imagen que quiere representar la injusticia de la sociedad,
comparando el lujo de un apartamento norteamericano con la muerte de un niño
asiático? La respuesta de Rancière es categórica: “Para que la imagen produzca
su efecto político, el espectador ya debe estar convencido de que aquello que
se muestra es el imperialismo norteamericano y no la locura de los hombres en
general. También debe estar convencido de que él mismo es culpable por gozar de
una prosperidad fundada en la explotación imperialista del mundo. Y debe
sentirse culpable de estar ahí sin hacer nada, mirando esas imágenes de dolor y
muerte en lugar de luchar contra las potencias responsables de ello.”
O, explicado desde otro prisma, quizá es verdad que, en los
años sesenta y setenta, los Godard, Pontecorvo, Costa-Gavras, Pasolini y todos
los que proponían películas con “mensajes” políticos o de concienciación social
se dirigían a unos espectadores previamente incautados por la causa. Es decir,
aquel tipo de cine tal vez partís de una complicidad anterior al mismo momento
de la proyección. Y las imágenes que para algunos de nosotros eran reveladores
en sí mismas de una injusticia (las cargas policiales, por ejemplo), no tenían
el mismo significado para aquellos que, con anterioridad al visionado de
aquellas imágenes, no pensasen ya que una carga policial, en todo caso,
aquellas que sirven para reprimir ideas democráticas y de defensa de la
libertad del individuo, es un fenómeno injusto per se. La conclusión de todo
ello sería: a menos conciencia social, menos camino se le presenta al cine como
instrumento político. Menor camino para la revuelta cinematográfica.
Entonces, y para ir concluyendo, ¿hay un camino para el cine
entendido desde la perspectiva de la revuelta? Acabaré con dos consideraciones.
La primera: suponiendo que hoy exista un público previamente “incautado” por la
necesidad de ver en el arte cinematográfico, no sólo el entretenimiento, sino
una cosa más profunda, ¿dónde podría verlo?, ¿quién lo habría producido? ¿Es el
público el que no va a ver películas con pretensiones concienciadoras o
revolucionarias o es la industria —el sistema— quien ha eliminado esa
posibilidad? Me parece que es indispensable fortalecer los círculos
alternativos a la proyección cinematográfica comercial (los cineclubs, por
ejemplo) y crear algunos de nuevos. Y eso sin renunciar a la reivindicación de
que, por acción de los ayuntamientos, al menos de aquellos que se autoproclaman
de izquierdas, haya la obligación por parte de las salas de exhibición
comercial de destinar una de sus pantallas, aunque sea en la sala de menor
aforo, a proyectar un tipo de películas de aquellas que llamamos minoritarias,
y que no incluirían aquella manera de relacionarse con la pantalla que no parte
del puro entretenimiento, tan habitual como banal. Si no existe una red dónde
poder ver otro tipo de cine, es difícil que alguien se arriesgue a hacer un
producto condenado a la invisibilidad.

Y la segunda y última consideración. La primera revuelta
asociada al cine me parece que debe venir desde el interior del propio cine.
Quiero decir que un cine que no se cuestiona a sí mismo no puede ayudar a
cuestionar a la sociedad. Los caminos para esta revuelta cinematográfica,
previa a la posible colaboración en una revuelta social, son varios. Uno me lo
enseñó Nunes, a quien he mencionado antes. Para él el cine —o el arte en
general— no debía fijarse en la realidad cotidiana e inmanente, sino
constituirse en representación de una realidad abstracta, la del creador. En su
cine no encontramos a la realidad, sino un modelo literario, un modelo plástico,
un modelo creativo que vive y se sustenta en la capacidad de representación. Así,
pues, sus personajes no deben hablar como lo hacemos en nuestra cotidianeidad,
sino de acuerdo o en coherencia con el imaginario que imponen aquellos modelos,
aquella representación. Y todo con el objetivo o con la creencia de que, sólo
desde este planteamiento, el espectador —o, por lo menos, algún espectador— será capaz
de comprender que en la pantalla está “ocurriendo alguna cosa” diferente a la
que suele ver en el resto de pantallas. Y podrá llegar a entender, por tanto,
que el lenguaje cinematográfico no es unívoco, no tiene un camino
predeterminado hacia el abuso de modelos y situaciones. Cosa que, por otra
parte, la historia del cine y de la imagen en movimiento, en general, nos ha
mostrado con excesiva recurrencia.
Hay otro camino: el documentalista. Pero me refiero a los
documentales también comprometidos, primero con esta renovación del propio
lenguaje cinematográfico a la que aludía en el anterior párrafo y, segundo,
concomitantemente, comprometidos con la necesidad de que el cine documente la
realidad sin ese tópico según el cual todas las voces han de aparecer a
explicar su “verdad”. La objetividad es una patraña que persigue malsanamente
al género documentalista. En este marasmo de documentales que buscan la objetividad,
y nunca la encuentran, en los últimos tiempos hemos tenido la oportunidad de
ver un documental que me parece que plantea claramente una opción de compromiso:
Generació PEGASO, de Isabel Andrés.
El título del documental es ya muy definidor, muy explícito
sobre el asunto que quiere abordar: las luchas obreras de finales del
franquismo y de los inicios de la transición (sic). Pero con una mirada muy
precisa: la de algunos de los protagonistas que lideraron aquellas luchas en la
fábrica PEGASO de Barcelona. Como acabo de escribir, aquí no estamos ante aquel
juego tan retórico (y, en el fondo, tan retrógrado) de dar voz a todos los
sectores sociales de la transición (sic). Estamos tan acostumbrados a ver
documentales hechos desde la óptica de la burguesía, aquellos que siempre se obstinan
en ofrecer la opinión del poder del momento que la contemplación de Generació
PEGASO es como una ráfaga de aire fresco. Aquí no aparece Rodolfo
Martín Villa ni Manuel Fraga Iribarne (este, afortunadamente, ya no podrá
repetir sus mentiras de siempre), aquí la única voz que escuchamos es la de los
obreros de la PEGASO que se jugaron la piel para avanzar en los derechos
laborales y en la conquista de la libertad.
Son unos posibles caminos para la revuelta cinematográfica.
O para el cine que se quiere revolver contra su pasado más reciente.
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