(Colaborar con los audaces me fascina. Como Hamed Einochi y Pablo Sierra, que levantaron la web http://negratinta.com/ y han conseguido reunir allí textos importantes. Pero su audacia es ilimitada, y original: acaban de sacar el número 0 de su negratinta en papel. Me pidieron una colaboración, es este texto sobre el dolor del arte. Pero su idea es poder sacar su revista trimestralmente. Para ello necesitan nuestra ayuda, a través de la siguiente campaña de financiación. La audacia necesita que creamos en ella.)
EL ARTE DEBE DOLER, PEREZOSOS
No me andaré por las ramas,
no tengo ni espacio ni tiempo. Bertolt Brecht dejó escrito un pensamiento sobre
los usuarios del arte que me parece de una altísima vigencia: "Si la gente
quiere ver sólo las cosas que pueden entender, no tendrían que ir al teatro:
tendrían que ir al váter." ¿La cultura como entretenimiento o la cultura
como formación? ¿Valorar el rendimiento económico de un producto cultural o su
repercusión tal vez subterránea en un individuo o, con suerte, en un grupo de
individuos? ¿Pensar o simplemente dormitar en el sofá de tu casa?
La cuestión es que el
divorcio entre la sociedad de nuestro tiempo y el arte que le ha tocado en
suerte no sólo no languidece sino que se acrecienta. ¿Los motivos? En primer
lugar, la infamante política educativa que
se ha seguido en España por parte de los distintos gobiernos que han
accedido al poder desde la muerte del Dictador y que ha culminado con el actual
ejército de corruptos, de antidemócratas y poco preparados sujetos de un
partido político que tanto quiere parecerse a las líneas maestras que dejó
establecidas el difunto general en la política escolar, el ordeno y mando. En
segundo lugar, lo mismo, pero en el Ministerio de cultura, que ha llegado
también a un registro de ignominia nunca imaginada con la figura de Wert (“el
patán, el pata negra del patanismo”), superando a algunos predecesores suyos de
muy poca categoría. No me olvido de que esas políticas han sido arropadas por mayorías
parlamentarias. Y tal diagnóstico lo aplico también, claro está, a los sucesivos
gobiernos de mi país, los cuáles han denigrado también el papel transformador
que puede —debe— tener el arte y el conocimiento, desde Pujol hasta Artur Mas.
Pero no todo puede recaer en
el poder institucional, sobre todo cuando ese poder ha sido elegido por mayorías
de ciudadanos en unas elecciones. Quizás por una parte de esos mismos
ciudadanos que, cuando acuden a una exposición de arte de hoy, se lamentan de
su incomprensión, y empiezan a lanzar improperios de muy poca inteligencia por
su parte. Es lamentable lo perezosos mentales que son tantos y tantos usuarios
de la cultura que legitiman el lenguaje críptico de los economistas, de los
juristas, de la burocracia administrativa, de la ciencia y de la medicina, pero
que, en cambio, exigen al arte de hoy transparencia.
No, ellos no quieren
esforzarse frente a obras, películas o acciones que les interrogan desde
lugares a los que no están acostumbrados. Piensan que lo saben todo del arte
del pasado, acuden a los museos enciclopedistas y se embelesan con obras
históricas y legendarias (los Leonardo, los Velázquez, los Rembrandt, acaso los
Picasso) porque tiene la ingenua pretensión de que lo entienden todo. Pero si
ven o escuchan algo que no es armónico, que no es melódico, que resulta
estridente a la vista o al oído, marchan raudos o, lo peor, empiezan a lanzar
dardos de perezoso presuntuoso.
Parece que en la sociedad
actual pocos se dan cuenta de las sucesivas pérdidas que se ha producido en el
mundo del arte. Claro que uno puede entretenerse con ciertos productos. Pero si
uno busca siempre que acude a un cine o a un museo el pasar el rato, la obra
facilona, la frivolidad absoluta acaba con las neuronas adormecidas; con lo que
luego cuesta despertarlas. No, el arte no tiene por qué ser algo agradable.
Algunas de mis mayores experiencias estéticas o intelectuales se han producido
cuando las obras me han interrogado hasta límites de la perplejidad: los
primeros visionados de algunas películas de Ingmar Bergman, de Pasolini, de
Fassbinder; algunas exposiciones de Miró, de Cindy Sherman, de Duchamp; algunos
poemas de Foix, de Mallarmé… Y, sobre todo, muchos artistas jóvenes de hoy que
hablan de su tiempo, en las paredes de la ciudad, en dibujos maltrechos, en
obras conceptuales que terminan en sí mismas, incluso en sus propios cuerpos.
El arte requiere esfuerzo, su
aprehensión en ocasiones produce dolor, puede o debe producir preocupación.
Acudimos al arte del pasado para “reconocerlo”, nos han dicho tantas veces que
es bueno que ni nos planteamos que, en
realidad, no sabemos nada de él: ¿por qué Velázquez coloca aquella superficie
sin representación a la izquierda del cuadro, cuando nadie lo había hecho
nunca?, ¿por qué Picasso coloca un caballo en el centro del Guernika?, ¿por qué todo el mundo se
para frente a la Gioconda, pero algunos
quedan realmente fascinados por la obra?... Para el arte de hoy no debemos
presentarnos con la tarjeta del “reconocimiento”, sino con la del conocimiento,
con la pretensión de que la creación nos pueda dar un latigazo visual o, mejor
aún, mental.
La pereza de los usuarios del
arte, de los espectadores de cine, de los visitantes de exposiciones, de los
lectores de libros, del público que acude al teatro, sea de texto o gestual…
Muchos de esos perezosos usuarios son los mismos que votaron a opciones
políticas a las que la cultura crítica, el arte como arma de choque, no les
preocupa en absoluto. Todo el mundo con el regocijo, con el hedonismo mal
entendido, con la arrogancia de que todos saben más que el artista que les
presenta su obra como herramienta de trabajo, como arma para elaborar discursos.
Para hacernos más inteligentes.
Termino con una anotación
para los que buscaran argumentos contra mi —lo reconozco— extraña
reivindicación del dolor para enfrentarse al arte de hoy. Sólo quiero rebatir
una posible contra argumentación. Mi defensa del arte de nuestro tiempo no es
amplia, todo lo contrario, soy profundamente restrictivo en aquello que me percute o repercute. A más edad, mis
criterios cada vez se vuelven más exigentes. Pero nunca he sido ni soy un
perezoso. Si acepto que un médico me diagnostique una enfermedad con un
lenguaje ininteligible (como sus recetas indescifrables), más permito que un
artista despliegue su obra con toda la libertad gestual y conceptual que
quiera. Yo me esfuerzo, me dejo interrogar por la obra, yo interrogo a la obra
y, luego, decido. Pero no voy buscando siempre la simplicidad. Me enfrento al mundo con los ojos abiertos.
La apertura mental no es una fractura del cráneo, amigos.
Clar i catalá!
ResponEliminaGracias por informarme de este texto, Hilario. Es supremo.
EliminaFantástico.
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